Por Juan Cristóbal Álvarez
Sobre Walt Whitman, todavía desconocido a despecho de sus “palabras sencillas como la hierba”, se ha escrito abundante y contradictoriamente, como si en realidad hubiese muchos Whitman, o como si el poeta hubiera sido un hombre desgarrado por sus contradicciones internas hasta el desdoblamiento. Así, algunos críticos se han referido a la coexistencia casi esquizofrénica en él de un Whitman exuberante e irremediablemente “optimista” con un Whitman pueril y triste hasta el mayor desconsuelo; otros nos han hablado del oscuro periodista que de pronto e inexplicablemente se puso a cantar como no se ha hecho diez veces en toda la historia de la raza humana. Y otros más han optado por la figura del recogido y apacible hombre de letras que, sirviéndose de las extravagantes enseñanzas panteístas de su maestro Emerson, se propuso —con un éxito inusitado y acaso irrepetible— la creación meramente literaria de un personaje que fuera todos los hombres. En cuanto a Hojas de hierba —la obra a la que consagró nada menos que su vida entera—, sigue diciéndose que es la epopeya de la democracia americana y de su ideal de cultura, y también, desde luego, un canto al “yo” y al tiempo como la sustancia de éste. Y en general sigue considerándose que el interés y la verdadera trascendencia de esta obra —aun para Whitman— radica sobre todo en su cualidad de experimento literario, en su estilo; es decir: en un lenguaje que buscando adecuarse a la pujante realidad democrática e industrial, abandona el verso clásico para dar con la forma libre y fragmentaria que dio un nuevo y definitivo rumbo a la literatura.
Sin embargo —debido a la inveterada pero injustificable manía de explicar el genio y la lucidez de un hombre por las circunstancias exteriores de su historia personal—, es increíble hasta qué grado estas imágenes de Whitman son engañosas y hasta falaces. En realidad Whitman no sólo fue un crítico severísimo de su país —de su cultura capitalista y clerical y de la democracia partidista—, sino que fue también un rebelde apasionado y radical contra los dos mil años de civilización judeocristiana, que para él cometió un doble crimen: identificar y condenar la vida natural en este mundo —el amor, el sexo, la libertad, el orgullo, la alegría misma de vivir, todas las oscuras y saludables fuerzas elementales y vitales que hacen de este mundo, cuando descorremos todos los velos, el lugar de esplendor y júbilo que en realidad es— como la parte del diablo, y estrechar el horizonte del hombre a un helado mundo tridimensional que no puede ser ya objeto más que del mero cálculo y de una superficial indagación técnica y matemática. Este doble crimen no sólo despoja al hombre de su interioridad insondablemente profunda, sino que, al negar así su ser, envenenándolo y enfermándolo en su misma raíz, lo deja en manos de las vastas fuerzas impersonales de la Historia, o de la historia de una civilización que terminó decidiendo —como tan dolorosa y lúcidamente lo advirtió Whitman— que en el fondo de todo no estaba el Ser sino la Nada. Es contra esta presencia universal de la muerte, de la crueldad y la violencia en todas sus formas, que Whitman se rebela ardorosa e intransigentemente. Quiere darle al hombre —a su espíritu y a su cuerpo— nuevas palabras; quiere devolverle la salud, la alegría de vivir, el orgullo de sí; quiere revelarle la profundidad y el misterio de la vida y del Ser, que son siempre activos, nuevos, desconocidos; quiere que vea no sólo que lleva en sí las sustancias del mundo y la capacidad de ilustrarlas, sino también que en las honduras libres de su propia interioridad reside su verdadera identidad, que es sagrada e inmortal; quiere que reconozca que su cerebro, sus átomos y su conciencia no son suyos sino el resultado de millones de años de evolución y parte del misterio del ser que nos envuelve; quiere que trascienda el mezquino círculo de su “yo” y se reconozca en un nosotros del que no se excluya a nadie y en el que no se abandone en ningún momento la responsabilidad ética individual; quiere no a los amos de la historia sino al hombre en la historia y en lo intemporal, dueño de lo visible y de lo invisible. Todo esto —que no es poca cosa— se los dice de mil modos Whitman a sus amigos Horace Traubel y Richard Bucke, y todo esto es lo que quiere ser Hojas de hierba: un abrazo incondicional a la humanidad entera, la conciencia aguda y fraternal de que todos vamos en el mismo barco, que uno es literalmente toda la humanidad y que, por lo mismo, debe ser sensible, infatigablemente sensible, a toda la complejidad de la vida, sin retroceder ni hacerse de la vista gorda ante las facetas más dolorosas y horribles de la miseria que el hombre mismo ha engendrado. Whitman quiere que las puertas salten de sus goznes, dar voz al lenguaje vivo y soterrado del dolor y la enfermedad, a los aullidos reprimidos por decoro; quiere que prevalezcan la verdad y la realidad, que no son cosas fijas ni definitivamente edificadas, sino la parte de veras viva, inteligente y amorosa de nuestro ser. Y saluda así al hombre por venir:
Ese salvaje libre y amigable... ¿Quién es? ¿Espera la civilización o la ha dejado atrás y la domina? Dondequiera que va, los hombres y las mujeres lo aceptan y lo desean,
Desean que los quiera, los toque, les hable y se quede con ellos.
Conducta desordenada como los copos de nieve... palabras sencillas como la hierba... pelo revuelto, risa e ingenuidad;
Pies de andar lento y facciones corrientes, emanaciones y costumbres sencillas,
Todo ello desciende de las yemas de sus dedos con nuevas formas,
Todo ello flota en el aire con el olor de su cuerpo o de su aliento... todo ello sale de la mirada de sus ojos.
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